Los perros duros no bailan. Arturo Pérez-Reverte

Mi amo creía que peleaba por él, pero se equivocaba. Siempre peleé por mí. Debido a mi raza y a mi carácter, soy un luchador nato: en aquel tiempo pesaba cincuenta kilos, medía setenta y cuatro centímetros de las patas a la cruz y poseía una boca con fuertes colmillos ne la que habría cabido la cabeza de un niño. Nací mestizo, cruce de mastín español y fila brasileño.

Negro es un mestizo de pelea que se acerca al abrevadero de Margot. Nadie sabe nada de Teo y Boris el Guapo, por lo que Negro, luchador retirado, buscará a su amigo y se reencontrará con su pasado.
Que los perros entablen coloquios no es original, ni siquiera que sean protagonistas, sin embargo, que lo hagan en una novela de adultos plena en ideales y personalidad, si lo es.

No soy un buen actor. Lo de fingir no me va mucho, y carezco de la astucia de esos perros zalameros que saben buscarse la vida con propios y extraños, un ladridito aquí, un jueguecito allá, un ridículo bailecito con meneo de cola alrededor del amo, unos ojos suplicantes y conmovedores para que te den la chuche, jueguen contigo a la pelota o caiga algo de la mesa. Esas mariconadas no son mi estilo, como pueden imaginar. Los perros duros no bailan.

Negro no es Tim Madden, un exdelincuente y escritor fracasado adicto al bourbon, pero si es el reflejo que proyectaría en el abrevadero de Margot un exboxeador sonado que recuerda con miedo y añoranza su juventud junto a un colega por el que se arriesga a salvar el tipo. Mejor morir luchando que viejo de melancolía. Tal vez a través de la personificación canina pueda parecer que se ablande el mensaje, pero está ahí para quien lo quiera leer: un vertedero de almas que se arrastran por la vida empujados por las pulsiones de siempre: poder y sexo.





Los perros duros no bailan.
Arturo Pérez-Reverte.
Alfaguara. 2018.
160 p.








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