La muerte tiene olor a pachulí. Hernán Rivera Letelier

El túnel fue descubierto a poco de haber comenzado los trabajos de demolición de la cárcel y a tres meses del traslado de los presos al nuevo recinto penal, construido veinte kilómetros al oriente de la ciudad, al otro lado del frontón de cerros áridos que separa la urbe del desierto.
El acarreo de los internos había sido expedito y sin problemas, salvo por la protesta de los familiares que reclamaban, con justa razón, que ahora les iba a ser más difícil y oneroso ir a visitarlos. Una vez evacuada, la cárcel vieja fue invadida por hordas de obreros que, con sus cascos y overoles, sus herramientas y su pesada maquinaria, comenzaron a derribarla aceleradamente (ya se sospechaba que, pese a los reclamos de las entidades culturales de la ciudad, en sus terrenos se alzaría un moderno mall —otro más—, todo acrílico, acero inoxidable y escaleras mecánicas). Cuando los trabajos de demolición ya iban avanzados y se taladraba el piso ajedrezado de la parroquia, justo detrás de donde había estado el altar mayor, apareció la boca del túnel. La extrañeza que causó el hallazgo entre las autoridades era comprensible: en el largo historial del recinto, que abarcaba ciento seis años desde su inauguración, no figuraba ninguna fuga por vía subterránea. La Estrella del Norte, el más popular diario de la ciudad, envió a cubrir la noticia a un joven periodista recién egresado, que en sus ratos libres escribía poemas.

La muerte es una vieja historia fue una de esas lecturas amables que no destacan por una trama excepcional pero que presentan personajes peculiares. Fue la primera aparición de el investigador Tira Gutiérrez y su asistente la hermana Tegualda. En este segundo caso Magallánica Suárez de Calderón les encarga comprobar la posible muerte de su marido el teniente del Ejército Arturo Caldeŕon Iriarte hace unos cuantos años, allá por los de Pinochet. La señora desea casarse de nuevo y no desea ver aparecer su marido vivo puesto que la versión oficial es que fue secuestrado por un grupo subversivo hace ya cuarenta años. El derribo de la vieja cárcel de Antofagasta descubre la existencia de un túnel y así se inicia la segunda investigación de la insólita pareja del chico del salitre y la hermana evangélica. El amor se encuentra en los rincones más insólitos, en casas de tratos, en cárceles y no siempre es carnal, Dios alcanza los corazones más duros, tal vez incluso al Tira.

Él también ha sufrido las consecuencias de andar a pie en Antofagasta; muchas veces ha sido bocineado, insultado y hasta atropellado por estos energúmenos. Y es que la mayoría de los conductores parecían sufrir del síndrome del conquistador español: además de echarles el caballo encima, los cabrones no se bajaban de sus cabalgaduras para que los indios no descubrieran que eran más chicos y raquíticos que ellos.

Hernán River Letelier se embarca en la novela negra con el ritmo de sus textos breves excelentemente construidos llenos de recuerdos del desierto y un ritmo poético que tanto seduce. En esta ocasión, la vida y la muerte se evocan unidas de la mano a la sombra del amor, en un relato que combina historia e imaginación con gran creatividad. El aroma del pachulí evoca tanto tratos amorosos como muerte en este segundo caso de la insólita pareja formada por el Tira y Tegualda que se despiden anunciando un tercer relato rumbo a Cuba.



La muerte tiene olor a pachulí
Hernán Rivera Letelier
Alfaguara. 2016
160 pág.
ISBN 9789569583711

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