Morriña. Emilia Pardo Bazán

Si el entresuelo que habitan en Madrid doña Aurora Nogueira de Pardiñas y su hijo único Rogelio no es ni de los menos obscuros ni de los más espaciosos, tiene en desquite la ventaja inestimable de encontrarse sito en la calle Ancha de San Bernardo, tan frontero a la Universidad Central, que hablando en plata, aquello es vivir en la Universidad misma.
Encajada la señora dentro de su butaca de gutapercha, en el rincón de la ventana, mientras crece y mengua su labor de calceta sin mirarla una sola vez, sigue los pasos al adorado chiquillo, y es en cierto modo, salvando la distancia de la calle y calando el espesor de las paredes, le acompaña hasta el aula misma. Le ve entrar; al salir observa si se se detiene en algún grupo, y con quién charla, y cómo se ríe; conoce a todos los camaradas, a los amigotes, a los antipáticos, a los estudiosos, a los holgazanes, a los asiduos, a los que hacen rabona casi siempre.

Rogelio es un mocito universitario un tanto escuchimizado con su bozo y gomoso hablar que imita un modelo que no termina de encontrar ni en la tertulia de viejarrucos que se forma en la casa de su madre ni en los compañeros de clase. Esclavitud, es una mocita veinteañera nacida del pecado de su padre sacerdote que deja de servir en casa andaluza por la morriña de su tierra a la que no puede volver por el que dirán. Así resuelve servir en Madrid en casa de gallegos donde no haya mozo viril de peligro y termina arribando a la casa donde Rogelio, hijo mimado en algodón de rama, empieza a echar barba. Y entre estas y aquellas, como la caída de la señora Aurora y su correspondiente convalecencia, hijos de Adán y Eva acaban por caer en dulces palabras y amores medio fraternales que la distancia social dará que hablar hasta mal parar.

--Verá usted--empezó el comandante--. Ese cura Lamas fue un infeliz, ignorantón como lo era entonces todo el clero rural, que hoy se ha civilizado mucho, y bastante zoquete, pero cumplía sus deberes parroquiales, y si tenía deslices los encubría bien: no puedes ser casto, sé cauto, como dicen ellos.

Morriña es pareja de Insolación, ambas con el subtítulo de historia amorosa se deslizan por el Madrid de fin de siglo, la primera por la calle Ancha de San Bernardo y su universidad central y la segunda por la romería de San Isidro con paseos por el Prado. En un primer plano se pueden leer dos historias de amor, tal vez un tanto insulsas si uno no se detiene en recorrer la construcción de los personajes en una sociedad pautada que esclaviza a la mujer. Esa es la cuestión que palpita en los dos libros, si en Insolación tiene final feliz con un matrimonio que permite el deseo sexual de la protagonista, en Morriña, esa tristeza de la autora por un terruño de igualdad, concluye con el suicidio de la protagonista. Esclavitud, sin voz en la novela, hace honor a su nombre, primero despreciada como hija de sacerdote, después envilecido el amor que siente por su señorito entre fraternal e insulso y posteriormente su entrega a un viejo pederasta.
El estudio psicológico de los personajes es excelso, en ocasiones llevado a la acerada sátira como Nicanor Candas, fiscal asturiano y chivato enredador, trasunto de un misógino Clarín que resulta mal parado en la pluma de la autora que valientemente se consagra al naturalismo partiendo de elementos autobiográficos.
La edición de Cátedra, con un cuerpo crítico a cargo de Ermitas Penas, resulta esclarecedor y acertado, sin embargo la magia de la edición original con su gramática decimonónica y especialmente con los fotograbados a cargo de José Cabrinetty Guteras nos traslada a la tertulia de la calle Ancha de San Bernardo en un movimiento de plegadera.





Morriña
Emilia Pardo Bazán
Cátedra. 2007
243 pág.
ISBN 9788437623672

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